Finse: MIÉRCOLES
Lo más sobresaliente de ayer fue, sin duda, la caminata de cinco horas al glaciar. El glaciar tiene nombre propio, Hardangerjøkulen; se asoma entre dos montañas y sigilosamente se retira, a la espera de que el invierno llegue.
Armado con mis botas y abrigado como si mi viaje fuese a Siberia, emprendí el camino hacia el glaciar con mis compañeros y con el que ya se había empezado a convertir en un superhéroe para nosotros: el profesor.
Lo que al principio parecía simplemente un camino más o menos largo, se fue convirtiendo en una auténtica odisea. La tundra es, básicamente, terrenos encharcados y tapetes de líquenes y musgos. Cuando te acercas al pie de las montañas, surgen enormes piedras amontonadas una encima de la otra, de manera que el caminar a su través se hace extremadamente arduo. Cerca del glaciar el agua que se descongela forma lagos y riachuelos. El peligro de caminar por los barrizales es que en algunas zonas puedes llegar a hundirte hasta la cintura. Excluyendo alguna que otra anécdota (el profesor ayudante que viene con nosotros tuvo que rodar para salir del barro), en general los problemas no llegarían hasta el momento de cruzar el río que sale de Hardangerjøkulen. Algunos conseguimos cruzar sus tres brazos saltando, pero fuimos los menos. La gente en general no se atrevía a saltar o no llegaba al otro lado. Prácticamente la totalidad de mis compañeros estaba empapada hasta las rodillas, con las botas completamente rellenas de agua. Todo esto, claro, a pocos grados centígrados sobre cero. La gran imagen de esta apoteósica excursión la protagonizó Torstein, una máquina de 90 kilogramos de peso y casi 60 años a sus espaldas.
Tomó su gran mochila blanca con ambas manos y la lanzó al otro lado del río, donde un alumno la cogió en el aire. La lluvia moteaba el río de cenefas circulares y el viento nos obligaba a entrecerrar los ojos y apretar el cuello al pecho. Torstein cogió carrerilla suficiente y comenzó a correr en dirección al río. Pude notar cómo con cada pisada contra el barro toda la montaña temblaba. Tengo la imagen grabada en mi mente a cámara lenta: descubrió su pelo cobrizo quitándose el gorro de lana sin dejar de correr. Un paso en falso en su carrera le hizo perder ligeramente el equilibrio, de modo que su salto no sólo no alcanzaría el otro lado, sino que a penas pasaría de la mitad del curso de agua. Cayó con los dos pies al mismo tiempo, levantando una cortina de agua a su alrededor. Estalló en una carcajada y dio media vuelta: ahora ya estaba completamente empapado. Agarró a una compañera que no se decidía a cruzar y la tomó en brazos, cruzando el río a pie. Si hubiese podido tomar una fotografía de tan apoteósica escena sería feliz el resto de mi vida, puesto que ése es el único modo de que el mundo pueda entender a qué me refiero. Una vez concluida su heroica hazaña, tomó asiento al otro lado del río, se quitó las botas y escurrió los calcetines bajo la lluvia y nuestra mirada de admiración.
En la foto, la clase en la que he escrito este post. Se observa mi portátil, una compañera exponiendo un trabajo y el vaso de vino a el que invita Torstein cuando hay exposiciones por nuestra parte
2 Comentarios:
¡Queremos una foto de Torstein! ¿Verdad?
¡Síiiiiii! ¡ La queremos!
Por ahí arriba anda la foto... Mira también en FLICKR.
¡Ya he vuelto!
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