Bergen, 26 agosto 2006

Primer intento: Løvstakken

Por fin me he atado las botas para saltar por el monte. A pesar de que anoche hubo una fiesta que terminó -por lo menos para mí- a las 5 de la madrugada, he tomado la decisión de comenzar a coronar los picos que rodean Bergen.
Se dice de esta ciudad que es la única rodeada por siete picos y siete fiordos. Mi objetivo para el día de hoy era la montaña Løvstakken, la más cercana a la residencia. No he documentado esta expedición fotográficamente, pues la batería de mi cámara estaba agotada.

Equipado con un tupper relleno de pasta y tomate, una botella de agua y mi nuevo corte de pelo, he emprendido mi marcha. La única información de la que disponía era el tiempo estimado para alcanzar la cumbre: dos horas. Tras atravesar un pequeño pueblecito, un cartelito de madera indicaba la senda a recorrer: "Løvstakken". A muerte.
Inconscientemente intentaba superar el récord preestablecido, de manera que en algún momento me sorprendí sudando a mares y al borde del infarto, intentando que las bocanadas de aire alcanzaran hasta el último milímetro cuadrado de mucosa alveolar. La senda rozaba los escenarios de lo fantástico. La vegetación exhuberante, riachuelos murmurando por todas partes, mariposas revoloteando -me pareció ver una Numerada-. Sin embargo, al alcanzar la primera de las lomas y estando a, tal vez, una media hora de la cima, la vegetación fue haciéndose más tupida, desapareciendo los árboles poco a poco para dar paso a arbustos incomodísimos recubiertos de espinas. Las vistas de la ciudad eran increíbles, pero el vértigo pudo conmigo: el no estar siguiendo un camino me hizo percatarme del peligro a el que me estaba asomando. Estaba solo, y un resbalón podría haberse traducido en un susto muy desagradable.
Con un ligero mal sabor de boca, sabiéndome perdedor del duelo contra mi miedo, me di la vuelta y emprendí mi camino de vuelta. Esquivando ramas y arroyos, haciéndome paso entre la maleza y sin volver la mirada atrás, pude oír cómo la montaña reía profundamente, sin moverse ni hacer apenas ruido. Cuando alcancé el bosque de nuevo me sentí mucho más seguro. El orgullo herido me jugó una mala pasada y resbalé pecando de una excesiva seguridad en mí mismo -y en mis botas-. Al caer de espaldas, el tupper explotó dentro de mi mochila, aunque me percataría de ello una vez alcanzado el poblado.

Con la camiseta empapada en sudor y el cuerpo sembrado de magulladuras y firmas de arbustos espinosos, emprendí el camino de vuelta a casa. Løvstakken había ganado esta batalla.

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