Bergen, 15 junio 2007

Una noche de cuatro horas, II

Mientras caminaba hablaba conmigo mismo y con ellas. Tuve que pararme al poco tiempo, pues me miraban todas, me prestaban silenciosa atención. Las flores escuchaban lo que tenía que decir mirándome atentamente y, al estar yo a medio camino en la colina, viéndolas desde arriba, me pareció estar dando una conferencia, como los profesores famosos de las universidades. Antes de llegar al casillo, tuve otro momento intensísimo.

Al lado derecho del sendero, llacía inmóvil un árbol talado, del que sólo quedaban las raíces y la mesita decorada con un calendario concéntrico. Quise pasar de largo, pues volvía a sentir la necesidad de comunicarle al mundo todo lo que había descubierto, pero me fue imposible. Él me pidió que me acercara, que me arrodillara, que le tocara. El suelo estaba húmedo, y notaba el frío de la noche en mis rodillas. Rocé incrédulo el tronco por la parte cortada. Había tierra que se desprendía delicadamente. Comencé a sentir algo extraño que ahora mismo no soy capaz de definir, y tuve que usar las dos manos para tocar la corteza, al principio con una mezcla de temor y curiosidad, pero muy pronto con seguridad, con toda la palma de la mano. Y entonces las manos se pegaron a la corteza. Sólo podía agarrar el tronco con más y más fuerza, acariciándolo y sintiendo cada recobeco de sus formas, cada astilla y cada imperfección. Sabía que él no estaba muerto, pues todas sus raíces bajo tierra, aunában la historia de ese lugar, de muchos años de crecimiento. Toda esa energía me estaba entrando por las manos, poniendo todo mi cuerpo en tensión, recorriendo cada neurona. No podía soltarme, no podía dejar de acariciar el tronco. Cerré los ojos y me concentré en lo que estaba sintiendo. Mi cuerpo era un escalofrío en sí. Sentí que si alguien me hubiese tocado, habría recibido una descarga eléctrica. Le pedí por favor que me dejara ir, y pude separar mis manos. Fue entonces cuando me percaté de que una pequeña ramita crecía de una de las raíces. No me había fijado antes, pero no me sorprendió mucho, pues yo ya sabía que estaba vivo desde que comencé a tocarle. Mis manos olían a resina y estaban coloreadas de marrón. El olor era fantástico, muy agradable. Olía a vida.

Trepé hasta el castillo para bajar por el otro lado de la colina. En esa loma descubrí un lugar entre los rododendros desde donde se escuchaba todo. Era una especie de paso obligado de los sonidos de los alrededores. Me fascinó el lugar, pero me fui pronto de ahí. Tenía que contar todo lo que me había pasado.

El encuentro con los seres humanos no fue agradable. No hubo modo de hacerme entender. Comencé a caminar entre los árboles solo de nuevo y, poco a poco, fui escabulléndome del mundo de las plantas. La ténue luz de la noche creaba un filtro de tinta azul marino, y el verde de las plantas ya no era tal. La salida del mundo real fue, al principio, silenciosa y paulatina. Tumbado en un tronco mirando hacia el cielo, hablando de nimiedades con otros seres humanos, algo horrible sucedió.

Me incorporé un momento y acaricié mis brazos. Recordé el golpe sufrido en la carrera por salvar al caracol y noté en mi muñeca un bulto extraño. Al fijarme bien entendí que se me había salido un hueso de la muñeca. Sentí que se me nublaba la vista, comencé sudar y a sentirme terriblemente débil. Me puse en pie y, balanceándome de lado a lado, conseguí quitarme el jersey. A duras penas conseguía mantenerme derecho, y no hacía más que pensar en mi muñeca. Definitivamente tenía un hueso dislocado. Mi principal preocupación era no sentir dolor: ¿por qué no sentía dolor teniendo un hueso fuera de su lugar? Me mareé y por un momento dejé de oír. Comencé a caminar por el camino que llevaba a la orilla del fiordo y, súbitamente, volví a encontrarme en el mismo sitio. El sudor dio paso al frío, y mis piernas volvieron a ser capaces de aguantar mi peso. Comenzaba a clarear y el azul se hizo verde: la vuelta al mundo cotidiano había sido dura, aunque afortunadamente todos los huesos estaban en su sitio. Aparentemente.

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